¿Y si la historia empezó aquí, y no en Oriente?
Hay nombres que suenan como si el tiempo los hubiese cincelado en oro. Tartessos es uno de ellos. Su eco vibra entre la arqueología y el mito, entre el rumor del Guadalquivir y la sal del Atlántico, entre las ánforas que guardaron metales y los poemas que evocaron reinos perdidos. Decir Tartessos es invocar una civilización envuelta en el resplandor del misterio: aquella que, siglos antes de Roma, ya comerciaba con el oriente mediterráneo, ya fundía plata y oro, ya enterraba a sus muertos con una solemnidad que aún hoy nos eriza la piel. Pero quizás —y este “quizás” es el que lo cambia todo— también ya escribía.
Esta posibilidad, sugerente hasta lo vertiginoso, es la que defiende Ana María Vázquez Hoys en su libro Las golondrinas de Tartessos. Una obra que no sólo reabre el debate sobre el origen de la escritura, sino que se atreve a mirar hacia un punto prohibido por la cronología académica: el sur de la península ibérica, hace nada menos que cuatro mil años antes de Cristo. Allí, según su audaz propuesta, ya habría surgido una forma de escritura. No una simple sucesión de marcas o símbolos rituales, sino un sistema de signos con sentido, con orden, con intención. Un alfabeto en germen, respirando bajo la piedra.
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| Rostro tartésico en Casas de Turuñuelo (Badajoz). Datación en torno al siglo V a.C. |
El sur como cuna de la palabra
Resulta casi poético imaginarlo. Antes de Sumer, antes de los fenicios, antes de los jeroglíficos que tanto fascinaron a los europeos del XIX, habría existido una voz escrita en el extremo más occidental del continente. Una escritura nacida entre los brillos metálicos de Tartessos, entre las gentes que habitaban los megalitos y los sepulcros del sur. Vázquez Hoys propone que estos pueblos no aprendieron a escribir de nadie: fueron los maestros silenciosos del Mediterráneo. Los verdaderos inventores de la escritura —o, al menos, de una escritura— anterior a la que solemos atribuir a Oriente.
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| Ubicación de la cultura de Tartessos |
La hipótesis es arriesgada, sí, pero también profundamente sugerente. Nos invita a invertir la dirección del mapa histórico: a pensar que el conocimiento, el arte y la palabra pudieron expandirse no del este al oeste, sino del Atlántico hacia el Mediterráneo. Que la península ibérica, tantas veces vista como la periferia del mundo antiguo, fue el origen, no la copia.
El signo como arte
Como historiadora del arte, no puedo evitar detenerme en ese punto. ¿Qué es una escritura sino un gesto visual? ¿Una línea que se convierte en pensamiento? Quizás lo más fascinante de esta teoría no sea su veracidad —aún en disputa—, sino su potencia simbólica. Imaginar que nuestros ancestros andaluces, onubenses o gaditanos, ya trazaban signos sobre piedra o cerámica miles de años antes de los fenicios es imaginar un acto estético, casi ritual: el nacimiento de la mirada que deja huella.
En los museos, entre las vitrinas del Museo de Huelva o del Arqueológico de Sevilla, se conservan utensilios grabados, líneas y marcas que, bajo la luz tenue, parecen murmurar algo. No sabemos qué dicen, pero sí sabemos que quieren decir. Y en ese deseo de comunicar hay una belleza primigenia, un pulso humano que atraviesa milenios.
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