miércoles, 26 de noviembre de 2025

Reflexión: India dividida, cómo un trazo de tinta desató la mayor migración del siglo XX

1947: Radcliffe, fronteras y un continente desgarrado

 
Mahatma Gandhi no nació para ser un líder cualquiera; nació para ser un faro en medio de tormentas imposibles de apagar. Creía en un país donde la justicia y la igualdad no fueran palabras vacías, sino una práctica cotidiana. Cuando llegó 1947, con sus discursos, sus celebraciones y las banderas ondeando, Gandhi vio algo que lo desgarró por dentro: la independencia había llegado, sí, pero venía acompañada de la Partición, con líneas trazadas sin humanidad, fronteras que dividían no solo territorios, sino familias, ciudades y recuerdos enteros. Su biografía nos acerca a una realidad mucho más compleja en el subcontinente asiático, una complejidad que rara vez refleja el eurocentrismo del relato noticioso secular.
 
 

Mahatma Gandhi (derecha) y Muhammad Ali Jinnah, defensor de un estado musulmán separado, posan en los escalones de la casa de Jinnah, donde los dos se reunieron para discutir el conflicto hindú-musulmán. Fotografía tomada en Mumbai, India, el 9 de septiembre de 1944. © AP 

 

Hay decisiones políticas que detonan la historia como si fueran dinamita, y luego está la Partición de la India británica de 1947, ese episodio en el que un imperio exhausto  británico decidió trazar unas líneas sobre el papel sin entender —o sin querer entender— que cada una de esas líneas cortaba algo más que territorio: cortaba siglos de memoria compartida, economías entrelazadas, rituales cotidianos y formas de vida que nadie había imaginado separadas. Y aun así, lo hicieron. Un mapa nuevo, una frontera improvisada y un continente entero obligado a moverse como si alguien hubiese girado, de golpe, la dirección de la historia.

Cuando los británicos decidieron poner fin a su dominio, lo hicieron con un sentido de urgencia casi irresponsable, con prisas coloniales y una superioridad que siempre creyó que podía resolverlo todo desde un despacho londinense. Así, un juez británico que jamás había pisado India, Cyril Radcliffe, recibió la misión imposible de dividir el subcontinente en cinco semanas, sí, cinco semanas para decidir quién sería de India, quién sería de Pakistán y quién estaría condenado a abandonar su casa, su tierra y hasta su propia identidad. El resultado fue la Línea Radcliffe: limpia en el papel, brutal en la realidad.

 

Fuente: BBC

 
Fuente: Twiter

Y entonces llegó la explosión. Una migración nunca vista —la mayor del siglo XX— arrolló pueblos, carreteras y trenes, mientras entre diez y quince millones de personas huían hacia uno u otro lado sin saber si llegarían vivos, sin saber si sus familias los volverían a ver o si el camino se convertiría en una trampa mortal. La violencia estalló sin control: aldeas arrasadas, caravanas atacadas, trenes que llegaban a destino llenos de cadáveres, mujeres secuestradas, comunidades enteras desapareciendo bajo la sombra del odio. Lo que debía ser una fiesta por la independencia terminó convertido en un torbellino de terror y desesperación.

Y mientras India celebraba su libertad recién estrenada y Pakistán nacía entre vítores y lamentos, hubo una voz que no celebró nada, una voz que no rompió en aplausos ni en discursos de triunfo. Fue la de Mahatma Gandhi, quizá el único líder que se negó a aceptar esa división como una victoria, quizá también el único que advirtió que aquello no era un amanecer, sino una herida que iba a supurar durante generaciones.

Gandhi se opuso a la Partición desde el principio con una claridad casi incómoda: para él, dividir India en dos países basados en la religión no solo era un error político, sino un fracaso moral, un golpe directo contra todo lo que había defendido durante décadas, contra su idea de una India unida, plural y capaz de convivir sin necesidad de fronteras identitarias. Dijo abiertamente que la India libre que nacía ese 15 de agosto “no era la India de sus sueños”, y mientras Nehru pronunciaba su histórico discurso del “tryst with destiny”, él estaba lejos de las celebraciones, en Calcuta, intentando apagar con su sola presencia la violencia entre hindúes y musulmanes, intentando frenar con gestos de paz un incendio que había empezado muy lejos de él.

 

Image Source: Opindia

 

Gandhi veía en la violencia de la Partición la prueba viva, sangrante, de que aquella decisión no traería paz sino resentimiento, miedo, desconfianza, y por eso mismo no quiso aplaudir algo que, para él, no era un nacimiento sino un desgarramiento. Su defensa inquebrantable de la unión y su insistencia en proteger a la comunidad musulmana le costaron la vida: en enero de 1948 fue asesinado por un extremista hindú que lo acusaba de haber traicionado a su propio pueblo. Así terminó la vida del hombre que había intentado evitar la división más dolorosa del subcontinente.

Hoy, mientras India y Pakistán siguen su propio camino, mientras se miran con recelo o se ignoran con cansancio, mientras Cachemira continúa siendo una herida geopolítica que no cicatriza, la Partición permanece como un recordatorio incómodo de que las fronteras hechas a contrarreloj no pacifican nada, solo reorganizan el dolor. Y la figura de Gandhi queda ahí, solitaria y luminosa, como un eco que insiste: las decisiones rápidas pueden liberar territorios, pero nunca liberan almas; las prisas de los poderosos son casi siempre el sufrimiento de los pueblos. 

 
Imagen: César Mejías. El definido


 
 
 

 

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