sábado, 6 de diciembre de 2025

Reflexión: Repensar Europa desde el Norte. Lecciones de un bienestar que resiste.

Donde el Frío Construye Calor: Una reflexión sobre Europa y el bienestar

 
Tras las sacudidas del siglo XX —guerras mundiales, bloques enfrentados, muros que se levantan y se derrumban, países que se rompen y otros que renacen— Europa ha imaginado muchos futuros posibles, pero pocos tan coherentes, estables y socialmente consensuados como el que construyeron los países nórdicos. Mientras Europa centro-oriental luchaba por desprenderse del corsé soviético y reinventar sus estructuras económicas y sociales, las sociedades escandinavas consolidaban un modelo de bienestar que, aunque sometido a tensiones globales, ha demostrado una resistencia y una capacidad adaptativa envidiables. Y quizá sea desde ese contraste —desde esa doble mirada entre la transición abrupta del Este y la estabilidad flexible del Norte— donde podamos repensar qué tipo de Europa queremos. 
 
 
Imagen de Oslo, Ópera y NoruegaDuszkolandia

 
Los países nórdicos —Dinamarca, Suecia, Finlandia, Noruega e Islandia— comparten una historia de cohesión cultural y política que, lejos de ser un simple relato identitario, se tradujo en instituciones sólidas, en una idea de ciudadanía basada en la responsabilidad compartida y en una concepción de lo público como el espacio común que garantiza la igualdad real. De ahí nace su famoso estado de bienestar, un sistema que no funciona como un premio ni como una limosna, sino como un derecho universal: salud, educación, vivienda, desempleo, apoyo a las familias… todo ello blindado por un sistema fiscal progresivo que redistribuye riqueza sin complejos y que entendió, mucho antes que el resto del continente, que la cohesión social no es un coste, sino una inversión estratégica. 
 
Mientras tanto, Europa del Este vivía un camino opuesto. La caída del Muro de Berlín abrió paso a una transición acelerada hacia la democracia y el mercado, un proceso marcado por la urgencia, la precariedad institucional y el vértigo de quienes habían vivido décadas bajo economías planificadas. La política cambió rápido; la economía, con más dificultad; la sociedad, con un coste enorme que todavía hoy explica desigualdades profundas, resentimientos acumulados y la posterior emergencia de fuerzas nacionalistas y euroescépticas. El contraste entre ambos procesos revela algo importante: los modelos sociales no se improvisan; se construyen, se cuidan y se sostienen en el tiempo, y cuando no existe una cultura política que los respalde, el desgaste es inevitable. 
 
 
 

Imagen del interior del Parlamento noruego. EFE


 
El estado de bienestar nórdico, con sus reformas constantes, sus ajustes frente a la globalización y sus críticas internas sobre eficiencia o competitividad, demuestra sin embargo un principio fundador: es posible combinar innovación económica con igualdad social. Sí, han deslocalizado industrias; sí, han flexibilizado sectores; sí, han repensado prestaciones y modulado ayudas; pero lo han hecho sin desmantelar el corazón del sistema. Y ahí reside su fuerza: no renuncian a la idea de que la protección social es el puente que conecta la estabilidad de hoy con la prosperidad de mañana. 
 
Europa centro-oriental, en cambio, ha tenido que construir su puente mientras lo cruzaba. La integración en la Unión Europea fue un impulso decisivo —infraestructuras, inversión, modernización administrativa—, pero no pudo borrar de un plumazo las fracturas sociales heredadas ni las tensiones identitarias que emergieron con violencia en lugares como los Balcanes. En el corazón de estos conflictos encontramos una pregunta que sigue abierta: ¿qué modelo de bienestar queremos para una Europa diversa, desigual y sometida a presiones globales cada vez más intensas? 
 
Y aquí vuelven los nórdicos, no como modelo idealizado, sino como referencia útil. No se trata de copiar sus políticas —cada país tiene su historia, su cultura política y su demografía— sino de comprender qué principios sostienen su éxito: confianza institucional, consenso político, fiscalidad solidaria, educación fuerte, protección universal y una ética laboral que combina derechos y corresponsabilidad. Un equilibrio delicado, sí, pero profundamente revelador. 
 
Quizá el gran desafío europeo sea este: aprender del Norte sin olvidar nuestras propias trayectorias. Apostar por sistemas de bienestar que no se erosionen con cada crisis, que no fragmenten a las generaciones jóvenes, que no marginen a los más vulnerables, que no permitan que la desigualdad se instale como norma. En definitiva, pensar Europa no sólo desde sus instituciones o sus mercados, sino desde su gente. 
 
Báltico y Escandinavia. Mapas-del-mundo.net

 
 
Porque, al final, la historia del continente —de sus rupturas y sus reconciliaciones, de sus muros y sus puentes— nos recuerda que una sociedad es tan fuerte como el bienestar que garantiza a quienes la habitan. Y si algo enseñan los países nórdicos es que el bienestar no es un lujo: es la arquitectura invisible que sostiene a largo plazo la prosperidad, la democracia y la cohesión. 
 
Mirar al norte, por tanto, no es una idealización; es una brújula. Y quizá, hoy más que nunca, Europa necesita una. 
 
 
Países nórdicos. Educaplay

 
 
Antón, A., & Muñoz de Bustillo, R. (Eds.). (2017). El estado de bienestar en el siglo XXI. Catarata.
 
Peltonen, M. (2010). El modelo nórdico: Una mirada desde el sur. Los Libros de la Catarata. (Imprescindible)
 
Kettunen, P., & Petersen, K. (Eds.). (2015). Modelos nórdicos comparados: Bienestar, trabajo y ciudadanía. Siglo XXI.
 
 
Harvey, D. (2007). Breve historia del neoliberalismo. Akal.
 
 
 
 
 

viernes, 5 de diciembre de 2025

Reflexión: Alemania después del Muro.

El Día en que la Incertidumbre Abrió Europa

Hubo un instante —apenas unos segundos, casi un parpadeo— en el que la Historia se torció para siempre. No fue un gran acuerdo firmado en mármol ni un gesto solemne desde un balcón. Fue una pregunta cualquiera, lanzada por un periodista cansado al final de una rueda de prensa gris. Y frente a esa pregunta, un político del régimen, Günter Schabowski, dudó. Vaciló. Balbuceó. Y en esa vacilación se abrió una grieta por donde acabaría entrando toda Europa.

Schabowski, miembro del Politburó de la RDA, aparecía ante la prensa como figura del poder, como rostro endurecido por la maquinaria del Estado socialista. Pero aquel 9 de noviembre de 1989, ni él tenía ya certezas. Le pusieron un papel en la mano —un papel mal explicado, apresurado, casi improvisado— y cuando un periodista preguntó cuándo se permitiría a los ciudadanos viajar libremente, Schabowski leyó, tragó saliva y contestó: 

“Según tengo entendido… inmediatamente.”
 
Inmediatamente.


La palabra cayó en la sala como una explosión silenciosa.

¿Sabía lo que estaba diciendo? Probablemente no. ¿Era consciente del incendio que acababa de desatar? Tampoco. Pero en sus ojos se percibía algo que no aparecía en los manuales del partido: incertidumbre, sí, pero también una punzada de lucidez. Esa sensación íntima, inconfesable, de quien sabe que lo que defiende ya no se sostiene. Como si, por un segundo, incluso él hubiera admitido que no era justo seguir manteniendo a un país dividido por un muro de hormigón y miedo.

La noticia corrió más rápido que cualquier orden oficial. Berlín Este hervía. La gente salió a la calle sin saber si era verdad o un rumor, pero con la certeza visceral de que no podían seguir esperando. Y los guardias —desconcertados, sin instrucciones claras, con la radio llena de contradicciones— vieron algo que nunca antes habían visto: alegría sin permiso, cuerpos empujando la frontera desde abajo, familias enteras reclamando un derecho básico como si fuera una urgencia vital. 

Y así, casi sin quererlo, un país entero empujó las palabras de Schabowski hasta convertirlas en hecho. El muro cayó porque miles de personas, ya sin miedo, obligaron a la realidad a ponerse al día. El hormigón no se derrumbó solo: se desmoronó con cada abrazo, con cada golpe de martillo y con cada lágrima que se mezcló con el frío de noviembre.

 

Muro Berlín. 9 noviembre 1989

 

Alemania, dividida durante décadas, se reencontró de la forma más humana y más caótica posible: a través de un error, de una duda, de un papel mal leído y de un político que, durante un instante, dejó de actuar como máquina del sistema.
Ese fue el verdadero milagro: que la Historia se abrió por un descuido, por un gesto frágil, por una frase dicha sin convicción… y sin embargo cargada de verdad.

Desde ese día, Europa respiró distinto. Berlín ya no sería un símbolo de fractura sino un punto de partida. Y la incertidumbre de Schabowski —aquella chispa temblorosa— se convirtió en el inicio de una ola que no sólo derribó un muro, sino que reconfiguró un continente entero.

A veces el poder pierde el control en silencio. A veces basta una duda para abrir un país.
Y aquel día, sí: la incertidumbre abrió Europa.

 


 

Schabowski, G. (1989, 9 de noviembre). DDR-Pressekonferenz, Berlin. Vídeo. Deutsche Welle / archivo histórico.  

Gieseke, J. (2014). The History of the Stasi: East Germany’s Secret Police, 1945–1990. Berghahn Books.

Taylor, F. (2012). El Muro de Berlín: Una historia (reedición traducida). Barcelona: Debate.

Aguilera‑Morillo, J. (2014). “La reunificación alemana y su impacto socioeconómico”, en Revista de Estudios Europeos, 12(1), 45‑68.

Large, D. C. (2001). Berlín. El corazón de una ciudad dividida (versión española). Barcelona: Crítica. 

El muro de Berlín. Exposición Barcelona. Espacio Inmersa

 

domingo, 30 de noviembre de 2025

Reflexión: Cómo We Didn’t Start the Fire encendió mi amor por la historia

Cuando Billy Joel enseñó a escuchar la historia 

Hay canciones que se quedan contigo no solo por su melodía, sino por lo que dicen, por cómo te hacen pensar. Para mí, We Didn’t Start the Fire, de Billy Joel, es una de esas. Cada vez que la escucho, siento que hago un viaje vertiginoso a través de la historia del siglo XX: nombres, fechas, acontecimientos que, a primera vista, parecen un simple listado, pero que, al final, cuentan cómo hemos llegado hasta aquí.

 


 

Lo que me fascina de esta canción es la magia de las palabras. Joel logró algo increíble: condensar décadas enteras en poco más de cuatro minutos y, aun así, transmitir vida, urgencia y curiosidad. Escuchándola, me doy cuenta de que la historia no son solo libros, conferencias o documentos; es un tejido de experiencias, decisiones, errores y aciertos que nos conecta con quienes vinieron antes que nosotros. Y Joel lo hace accesible, casi lúdico, con un ritmo que te empuja a seguir escuchando mientras tu cabeza va encajando los pedazos de la memoria colectiva.

Me gusta pensar que esta canción nos recuerda algo fundamental: no somos responsables de todo lo que pasó antes, pero sí somos parte de la continuidad de la historia. Cada generación vive con la herencia de la anterior y, de alguna manera, contribuye a la que viene. Hoy, en un mundo que va demasiado rápido y donde la información se diluye en segundos, escuchar a Billy Joel me hace detenerme, reflexionar y valorar la importancia de recordar.

Además, me hace pensar en cómo la memoria histórica puede transmitirse por cualquier medio. No hace falta un libro pesado ni una conferencia aburrida; la música también puede ser un archivo vivo, una manera de aprender y emocionarse al mismo tiempo. Y eso es lo que más me gusta: sentir que puedo aprender historia mientras canto, mientras me divierto, mientras conecto con algo más grande que yo.

We Didn’t Start the Fire no es solo una canción pegadiza. Para mí, es un recordatorio de que el pasado importa, de que las palabras pueden ser mágicas y de que, aunque no hayamos empezado el fuego, sí podemos pensar en cómo seguirlo, aprender de él y recordarlo. Y eso, en estos tiempos, me parece más necesario que nunca.

 

Disfrutádla! y pensad en todas las historias que cada nombre y fecha esconden. La historia no termina, y nosotros formamos parte de ella.

 

El Muro de Berlín. Un Mundo Dividido

Espacio Inmersa de Barcelona 


 

 

Bibliografía 

Billy Joel, nacido en Nueva York en 1949, es conocido como “el Pianista de Nueva York”. Cantautor y compositor, ha vendido más de 150 millones de discos y su música combina pop, rock y baladas con letras que cuentan historias o reflexionan sobre la sociedad. We Didn’t Start the Fire surgió de un intento de Joel de explicar a su hija la historia de su generación. Se dio cuenta de que no podía resumirlo con palabras simples, así que decidió transformar la memoria histórica en música, enumerando los eventos, personajes y momentos que marcaron su vida y la de su generación. 

 

Título: We Didn’t Start the Fire, 1989

Artista: Billy Joel

Disco: Storm Front

 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Reflexión: India dividida, cómo un trazo de tinta desató la mayor migración del siglo XX

1947: Radcliffe, fronteras y un continente desgarrado

 
Mahatma Gandhi no nació para ser un líder cualquiera; nació para ser un faro en medio de tormentas imposibles de apagar. Creía en un país donde la justicia y la igualdad no fueran palabras vacías, sino una práctica cotidiana. Cuando llegó 1947, con sus discursos, sus celebraciones y las banderas ondeando, Gandhi vio algo que lo desgarró por dentro: la independencia había llegado, sí, pero venía acompañada de la Partición, con líneas trazadas sin humanidad, fronteras que dividían no solo territorios, sino familias, ciudades y recuerdos enteros. Su biografía nos acerca a una realidad mucho más compleja en el subcontinente asiático, una complejidad que rara vez refleja el eurocentrismo del relato noticioso secular.
 
 

Mahatma Gandhi (derecha) y Muhammad Ali Jinnah, defensor de un estado musulmán separado, posan en los escalones de la casa de Jinnah, donde los dos se reunieron para discutir el conflicto hindú-musulmán. Fotografía tomada en Mumbai, India, el 9 de septiembre de 1944. © AP 

 

Hay decisiones políticas que detonan la historia como si fueran dinamita, y luego está la Partición de la India británica de 1947, ese episodio en el que un imperio exhausto  británico decidió trazar unas líneas sobre el papel sin entender —o sin querer entender— que cada una de esas líneas cortaba algo más que territorio: cortaba siglos de memoria compartida, economías entrelazadas, rituales cotidianos y formas de vida que nadie había imaginado separadas. Y aun así, lo hicieron. Un mapa nuevo, una frontera improvisada y un continente entero obligado a moverse como si alguien hubiese girado, de golpe, la dirección de la historia.

Cuando los británicos decidieron poner fin a su dominio, lo hicieron con un sentido de urgencia casi irresponsable, con prisas coloniales y una superioridad que siempre creyó que podía resolverlo todo desde un despacho londinense. Así, un juez británico que jamás había pisado India, Cyril Radcliffe, recibió la misión imposible de dividir el subcontinente en cinco semanas, sí, cinco semanas para decidir quién sería de India, quién sería de Pakistán y quién estaría condenado a abandonar su casa, su tierra y hasta su propia identidad. El resultado fue la Línea Radcliffe: limpia en el papel, brutal en la realidad.

 

Fuente: BBC

 
Fuente: Twiter

Y entonces llegó la explosión. Una migración nunca vista —la mayor del siglo XX— arrolló pueblos, carreteras y trenes, mientras entre diez y quince millones de personas huían hacia uno u otro lado sin saber si llegarían vivos, sin saber si sus familias los volverían a ver o si el camino se convertiría en una trampa mortal. La violencia estalló sin control: aldeas arrasadas, caravanas atacadas, trenes que llegaban a destino llenos de cadáveres, mujeres secuestradas, comunidades enteras desapareciendo bajo la sombra del odio. Lo que debía ser una fiesta por la independencia terminó convertido en un torbellino de terror y desesperación.

Y mientras India celebraba su libertad recién estrenada y Pakistán nacía entre vítores y lamentos, hubo una voz que no celebró nada, una voz que no rompió en aplausos ni en discursos de triunfo. Fue la de Mahatma Gandhi, quizá el único líder que se negó a aceptar esa división como una victoria, quizá también el único que advirtió que aquello no era un amanecer, sino una herida que iba a supurar durante generaciones.

Gandhi se opuso a la Partición desde el principio con una claridad casi incómoda: para él, dividir India en dos países basados en la religión no solo era un error político, sino un fracaso moral, un golpe directo contra todo lo que había defendido durante décadas, contra su idea de una India unida, plural y capaz de convivir sin necesidad de fronteras identitarias. Dijo abiertamente que la India libre que nacía ese 15 de agosto “no era la India de sus sueños”, y mientras Nehru pronunciaba su histórico discurso del “tryst with destiny”, él estaba lejos de las celebraciones, en Calcuta, intentando apagar con su sola presencia la violencia entre hindúes y musulmanes, intentando frenar con gestos de paz un incendio que había empezado muy lejos de él.

 

Image Source: Opindia

 

Gandhi veía en la violencia de la Partición la prueba viva, sangrante, de que aquella decisión no traería paz sino resentimiento, miedo, desconfianza, y por eso mismo no quiso aplaudir algo que, para él, no era un nacimiento sino un desgarramiento. Su defensa inquebrantable de la unión y su insistencia en proteger a la comunidad musulmana le costaron la vida: en enero de 1948 fue asesinado por un extremista hindú que lo acusaba de haber traicionado a su propio pueblo. Así terminó la vida del hombre que había intentado evitar la división más dolorosa del subcontinente.

Hoy, mientras India y Pakistán siguen su propio camino, mientras se miran con recelo o se ignoran con cansancio, mientras Cachemira continúa siendo una herida geopolítica que no cicatriza, la Partición permanece como un recordatorio incómodo de que las fronteras hechas a contrarreloj no pacifican nada, solo reorganizan el dolor. Y la figura de Gandhi queda ahí, solitaria y luminosa, como un eco que insiste: las decisiones rápidas pueden liberar territorios, pero nunca liberan almas; las prisas de los poderosos son casi siempre el sufrimiento de los pueblos. 

 
Imagen: César Mejías. El definido


 
 
 

 

jueves, 20 de noviembre de 2025

Reflexión: El cuerpo de la mujer sigue siendo territorio político

No fue un gesto: fue un mensaje con 80 años de historia

 

Hay gestos que no deberían generar debate porque, en realidad, lo que hacen es mostrarnos sin maquillaje la verdad que preferimos no ver: cuando un individuo, tras una concentración de nostálgicos del franquismo, se lanza a manosear los senos de una mujer que se manifiesta en la calle, no estamos ante una simple agresión sexual, sino ante la actualización más cruda de una lógica de poder que viene de lejos, que atraviesa generaciones y que se alimenta de un imaginario que nunca terminó de morir con Franco. 
 
 
Fuente: Scandal.los

Porque sí: aunque algunos insistan en que el franquismo es pasado, su huella más persistente es la que dejó sobre los cuerpos, y muy especialmente sobre el cuerpo de las mujeres, ese cuerpo que el régimen convirtió en una herramienta al servicio del Estado, de la moral católica y de la autoridad masculina, reduciéndolo a un espacio vigilado, corregido, domesticado. Y lo más inquietante es que, tras cuarenta años de dictadura y otros tantos de democracia, esa sombra sigue latiendo en cada gesto que pretende colocar a la mujer de nuevo en su “sitio”, en ese espacio pequeño, sumiso y disponible que el franquismo diseñó para ella.

 

Las Niñas de hoy y las mujeres de mañana unidas 
sin distinción de clases en 
organizaciones juveniles de FET y de las JONS, 1939


El episodio del manoseo no es un desliz ni un exceso puntual de un exaltado o borracho (como se ha querido camuflar); es un recordatorio estructural de que, para ciertos sectores, el cuerpo de la mujer continúa siendo un territorio accesible, manipulable, apropiable, una forma de ejercer dominio y lanzar un mensaje brutal: “aquí mandamos nosotros, y tu cuerpo es mi campo de batalla”. Y lo es no solo porque te agredo, sino porque lo hago públicamente, con una mezcla de impunidad, arrogancia y desprecio que refleja de manera casi perfecta la pedagogía del poder que instauró el franquismo y que aún hoy no hemos desactivado del todo.
 

Y es precisamente aquí donde el arte se vuelve imprescindible. Porque, mientras la política institucional avanza a empujones y la justicia llega tarde o mal, el arte aparece como ese espacio donde el cuerpo femenino puede reclamar lo que durante tanto tiempo le fue arrebatado: la voz, el gesto, la presencia, la legitimidad de existir sin ser utilizado, tocado, humillado o reducido. El arte ha hecho algo que la legislatura no siempre ha conseguido: volver visible lo que culturalmente se quiere borrar, señalar con precisión quirúrgica cómo opera la violencia, desmontar las narrativas que infantilizan, culpabilizan o silencian a las mujeres.

 

Silueta Works in Mexico, Ana Mendieta 1973-77/1991


Desde la fotografía combativa de Colita hasta las acciones radicales de Esther Ferrer, pasando por las artistas contemporáneas que hoy ponen el cuerpo en el centro de la crítica, el arte ha construido un archivo colectivo que grita: “esto no es normal, no es anecdótico, no es inevitable”. Un archivo que nos obliga a mirar de frente la continuidad histórica entre la moral franquista, las violencias patriarcales contemporáneas y la manera en que se sigue disputando el control sobre los cuerpos en el espacio público.

 

Manifestación 1976. Archivo Colita Fotografía 2021

 

En un país donde aún se banalizan agresiones, donde se cuestiona la palabra de las mujeres, donde se blanquea el autoritarismo y donde se intenta reescribir la historia para que parezca menos asfixiante, necesitamos más que nunca el arte como herramienta política: no como decoración, sino como detonador; no como acompañamiento, sino como resistencia; no como entretenimiento, sino como un acto profundamente subversivo capaz de señalar, denunciar y, sobre todo, devolver dignidad allí donde otros intentan arrancarla.

Porque defender el cuerpo de las mujeres —el derecho a existir sin miedo, sin invasiones, sin manos ajenas reclamando un poder que no tienen— es defender el corazón mismo de la democracia. Y mientras haya quienes crean que pueden seguir utilizando ese cuerpo como arma o como territorio, tendremos que seguir mirando de frente, señalando sin miedo y construyendo una cultura que no tolere ni una sola de estas agresiones disfrazadas de tradición, fervor o “excesos” políticos.

 

Valie Export. Cine para tocar y palpar (Tapp-und-Tastkino), 1968  
 

El cuerpo femenino puede ser un campo de batalla: VALIE EXPORT lo convierte en un cine táctil que subvierte el voyeurismo y reclama poder, mientras que en la concentración franquista un hombre lo agrede para imponer dominio y humillación. En un caso hay resistencia y conciencia; en el otro, violencia y opresión. 

La misma anatomía puede liberar o someter, según quién la controle y con qué intención.

 

Lo que ocurrió en esa manifestación no es el final de nada; es el síntoma de todo. Y, precisamente por eso, no podemos dejar de nombrarlo, de analizarlo y de combatirlo, con palabras, con leyes, con memoria histórica y también con arte, ese arte que, cuando se atreve a decir la verdad, se convierte en la forma más luminosa de defensa colectiva.

 

Libertad Digital: “Dos activistas de Femen irrumpen a pecho descubierto … manoseo por parte de un hombre”. 

 

Fuentes: 

Solbes Borja, C. (2023). Espacios de sororidad en el campo artístico valenciano durante el franquismo. Asparkia: Investigación Feminista, 43, 181-195.

Arribas Roldán, V. (2019, 26 de julio). Cuerpo, acción y feminismos en la última década del franquismo. MUSAC / Plataforma de Arte Contemporáneo.

Mantecón Moreno, M. (2010). «Tú tampoco tienes nada»: arte feminista y de género en la España franquista y posfranquista. Anales de Historia del Arte, volumen extra, 155-167.

Guillén Martínez, I. (2025, 5 de julio). El arte feminista en la posguerra española. Meer. 

Mantecón Moreno, M. (s. f.). Genealogías feministas en el arte español: 1960-2010. Asociación Aragonesa de Críticos de Arte.

CRAI, Universitat de Barcelona. (s. f.). Las Niñas de hoy y las mujeres de mañana unidas sin distinción de clases en organizaciones juveniles de FET y de las JONS [Cartel digital]. Memòria Digital de Catalunya.

Colita Fotografía. (s. f.). Colita.  

ArteCom (Arte Feminista Español): página con recursos, artistas y análisis del arte feminista en España. “Arte feminista en España, collage, performance, género” etc. 

Redes Libertarias: artículo “Violencias machistas en las representaciones artísticas. Una nueva mirada”, con un enfoque muy pertinente para tu reflexión.

Mari Chordà — pionera del arte feminista y el pop feminista.

Eulàlia Grau — su serie Etnografías es muy relevante para criticar el machismo, el consumo y la representación del cuerpo femenino.

Esther Ferrer — performance, acción, cuerpo como medio expresivo. 

Valei Export — La grande. Icono y pionera

 

Ana Mendieta — Poco hablamos de ella.

 

 


 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Reflexión: La guerra en Afganistán: una historia de intervenciones, resistencias y fracasos

Afganistán: el fracaso institucional que todos miran… y toleran 

Hay países que parecen condenados a vivir en el filo, como si su historia estuviera escrita siempre en presente continuo. Afganistán es uno de ellos. Pero no porque “su gente sea así”, como repiten los discursos simplistas que tanto convienen a las potencias, sino porque lleva décadas atrapado en el mismo torbellino: un fracaso institucional monumental, una retirada internacional vergonzosa, una guerrilla que aprendió a sobrevivir a base de paciencia y territorio, y una geopolítica global que prefiere parpadear antes que mirar fijamente lo que allí está ocurriendo.

 

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Atribución: Ahmad Juliyanto 

 

La pregunta es incómoda, pero necesaria: ¿por qué aceptamos, toleramos o incluso normalizamos la realidad actual de Afganistán?
Y más aún: ¿por qué el mundo, tan moralista para unas cosas, tan hipócrita para otras, decide mirar hacia otro lado cuando se trata de este país?

Todo empezó —o más bien continuó— cuando Estados Unidos y la OTAN se marcharon en 2021 con la prisa de quien apaga la luz del pasillo sin comprobar si queda alguien en la habitación. Esa retirada, que se vendió como “cumplir acuerdos”, dejó tras de sí un país exhausto, un gobierno debilitado y un vacío de poder gigantesco. Un vacío que los talibanes, viejos conocidos, estaban preparados para ocupar con la eficacia de quien lleva años esperando ese momento.

Y aquí está una de las claves del desastre: no hubo un cierre, no hubo un traspaso, no hubo un final coherente. Hubo abandono.
Y cuando abandonas un país que depende estructuralmente de ayudas, de apoyo militar y de instituciones en construcción, lo que se viene abajo no es solo el gobierno: se viene abajo todo, desde las escuelas hasta la percepción básica de seguridad.

 

El fracaso institucional como herida abierta

Decir que Afganistán vive un “fracaso institucional” puede sonar académico por mi parte, pero en realidad es brutalmente sencillo: las instituciones no funcionan, no se sostienen y no logran proteger a su población. Ni justicia, ni administración estable, ni sanidad, ni educación y ni hablar del género femenino. Como reflexionava Meryl Streep: "Una ardilla tiene más derechos que una niña en Afganistán". 

“Un gato puede sentir el sol en la cara. Puede perseguir a una ardilla en el parque… Un pájaro puede cantar en Kabul, pero una niña no, y una mujer no puede hacerlo en público. Esto es extraordinario”, dijo Streep. “Esto es una supresión de la ley natural. Esto es extraño”. 

Meryl Streep: Una ardilla tiene más derecho que una niña en Afganistan. 

La actriz y activista Meryl Streep habló ante la Asamblea General de la ONU sobre la condición de los derechos de las mujeres bajo el régimen talibán en Afganistán.
00:48 • Fuente: CNN

Y, la cruda verdad, sin instituciones no hay sociedad cohesionada, solo fragmentos de supervivencia.

Lo dramático es que ese fracaso no nació en 2021, solo culminó.
Décadas de guerras, invasiones, ocupaciones, gobiernos títere, corrupción interna y presiones externas fueron debilitando cada cimiento. El colapso no fue sorpresa; fue una consecuencia.

 

Atribución: Turo Jantunen

 

¿Y el resto del mundo? El silencio cómplice

Aquí es donde la herida se convierte en pregunta filosófica y política:
¿Por qué el mundo tolera esta realidad?

Porque es útil.
Porque es incómodo intervenir.
Porque es más sencillo negociar con un régimen autoritario que enfrentarse a un Estado fallido del todo.
Porque Afganistán está en un lugar estratégico en el mapa, un cruce de intereses entre Rusia, China, Pakistán, Irán y lo que queda del poder occidental.

La comunidad internacional habla de “derechos humanos” mientras abre embajadas a medias, negocia rutas comerciales y firma acuerdos energéticos. El discurso es ético, pero la práctica es pragmática hasta la desvergüenza.


Un país que se convierte en advertencia

La realidad afgana es también un espejo: cuando las instituciones fallan, cuando la política internacional actúa con cálculos fríos, cuando la sociedad civil no tiene recursos para resistir, los extremismos se convierten en gobierno y lo absurdo se vuelve cotidiano.

Quizá por eso Afganistán no solo duele: interpela.
Nos obliga a preguntarnos por el papel del poder, de la responsabilidad histórica y de la indiferencia global. Nos recuerda que ningún país es inmune al colapso cuando las estructuras se rompen.
Y nos enseña —aunque no queramos— que la violencia institucional no siempre llega de fuera: a veces es la propia estructura quebrada la que engendra monstruos.

 

¿Qué queda, entonces?

Queda el testimonio.
Queda la mirada crítica.
Queda la obligación ética de no aceptar explicaciones simplonas ni discursos paternalistas.
Queda, sobre todo, entender que Afganistán no es un “fenómeno exótico lejano” ni un país condenado: es el resultado directo de decisiones políticas, de intervenciones fallidas, de intereses cruzados y de silencios sostenidos.

Si el mundo tolera su realidad, quizá no es porque no pueda cambiarla, sino porque no le conviene hacerlo.

Y esa, precisamente, es la herida que todavía supura.



Fuentes

https://cnnespanol.cnn.com/mundo/afganistan

https://www.amnesty.org/es/location/asia-and-the-pacific/south-asia/afghanistan/report-afghanistan/

https://www.consilium.europa.eu/es/policies/afghanistan-eu-response/

https://news.un.org/es/story/2025/08/1540318 

https://www.eventole.com/es/eventos/barcelona/exposicion-la-mujer-en-afganistan-de-los-talibanes-de-puentes-por-la-paz/e/25751 

 

Espacios de arte y Reflexión para esta publicación

Shamsia Hassani – shamsiahassani.net, Rada Akbar – perfil en Imaginart Gallery, Mariam Ghani – mariamghani.com, Lida Abdul – (ver su perfil en Wikipedia para acceso a referencias), Malina Suliman – Art Represent / biografía en Wikipedia, Farzana Wahidy – (figura en listas de artistas afganas, ver Wikipedia), Samira Kitman – (figura en listas de mujeres artistas afganas, según Wikipedia), Safia Tarzi – (también listada), Kubra Khademi – perfil en Galerie Eric Mouchet.


sábado, 8 de noviembre de 2025

Las golondrinas de Tartessos, cuando el sur aprendió a escribir antes que el mundo

 ¿Y si la historia empezó aquí, y no en Oriente?

 

Hay nombres que suenan como si el tiempo los hubiese cincelado en oro. Tartessos es uno de ellos. Su eco vibra entre la arqueología y el mito, entre el rumor del Guadalquivir y la sal del Atlántico, entre las ánforas que guardaron metales y los poemas que evocaron reinos perdidos. Decir Tartessos es invocar una civilización envuelta en el resplandor del misterio: aquella que, siglos antes de Roma, ya comerciaba con el oriente mediterráneo, ya fundía plata y oro, ya enterraba a sus muertos con una solemnidad que aún hoy nos eriza la piel. Pero quizás —y este “quizás” es el que lo cambia todo— también ya escribía.

Esta posibilidad, sugerente hasta lo vertiginoso, es la que defiende Ana María Vázquez Hoys en su libro Las golondrinas de Tartessos. Una obra que no sólo reabre el debate sobre el origen de la escritura, sino que se atreve a mirar hacia un punto prohibido por la cronología académica: el sur de la península ibérica, hace nada menos que cuatro mil años antes de Cristo. Allí, según su audaz propuesta, ya habría surgido una forma de escritura. No una simple sucesión de marcas o símbolos rituales, sino un sistema de signos con sentido, con orden, con intención. Un alfabeto en germen, respirando bajo la piedra.

 

Rostro tartésico en Casas de Turuñuelo (Badajoz). Datación en torno al siglo V a.C.

Como dato aclaratorio, situar este/estos rostros en el siglo V a.C. los coloca anteriores o coetáneos a iconos ibéricos famosos (la Dama de Elche suele fecharse entre los siglos V–IV a.C.)

 

El sur como cuna de la palabra

Resulta casi poético imaginarlo. Antes de Sumer, antes de los fenicios, antes de los jeroglíficos que tanto fascinaron a los europeos del XIX, habría existido una voz escrita en el extremo más occidental del continente. Una escritura nacida entre los brillos metálicos de Tartessos, entre las gentes que habitaban los megalitos y los sepulcros del sur. Vázquez Hoys propone que estos pueblos no aprendieron a escribir de nadie: fueron los maestros silenciosos del Mediterráneo. Los verdaderos inventores de la escritura —o, al menos, de una escritura— anterior a la que solemos atribuir a Oriente.

 

Ubicación de la cultura de Tartessos

 

La hipótesis es arriesgada, sí, pero también profundamente sugerente. Nos invita a invertir la dirección del mapa histórico: a pensar que el conocimiento, el arte y la palabra pudieron expandirse no del este al oeste, sino del Atlántico hacia el Mediterráneo. Que la península ibérica, tantas veces vista como la periferia del mundo antiguo, fue el origen, no la copia. 

 

El signo como arte

Como historiadora del arte, no puedo evitar detenerme en ese punto. ¿Qué es una escritura sino un gesto visual? ¿Una línea que se convierte en pensamiento? Quizás lo más fascinante de esta teoría no sea su veracidad —aún en disputa—, sino su potencia simbólica. Imaginar que nuestros ancestros andaluces, onubenses o gaditanos, ya trazaban signos sobre piedra o cerámica miles de años antes de los fenicios es imaginar un acto estético, casi ritual: el nacimiento de la mirada que deja huella.

En los museos, entre las vitrinas del Museo de Huelva o del Arqueológico de Sevilla, se conservan utensilios grabados, líneas y marcas que, bajo la luz tenue, parecen murmurar algo. No sabemos qué dicen, pero sí sabemos que quieren decir. Y en ese deseo de comunicar hay una belleza primigenia, un pulso humano que atraviesa milenios.

 

Imagen de la navecita con sus cuatro signos de escritura. Huelva 2 o La Zarcita. IV-III milenios a.C. Imagen Caminando por la Iberia. Museo de Huelva (España)