domingo, 29 de junio de 2025

El gimnasio, el rock y el rap: una coreografía del colapso

Música en tiempos de anestesia: del rock al rap electrónico y, hacia, el reguetón en el más allá

Esta mañana, en el gimnasio, he vivido uno de esos raros momentos de sincronía total. El lugar vacío, la mente clara, el cuerpo dispuesto. Todo para mí. Así que hago lo que toca: conecto la radio. Y ahí está. Rock a "dojo". El mío. Guitarras que cortan el aire, tambores y platillos que se estrellan como meteoritos. Me invade esa energía cruda, casi primitiva, como si cada acorde gritara: "estás viva, joder". Me fundo con la música, con mi sudor, con la historia que me habita.

 

imagen de banco libre

 

Cuarenta minutos de gloria. Luego llegan ellos. Dos chavales, veintipico años, esa edad en que el cuerpo aún no sabe del todo lo que pesa el mundo. Se acercan, se miran, y sin decir ni “hola”, cambian la sintonía de la rádio. El rock se desvanece. Lo que suena ahora es algo entre rap y electrónica, con una cadencia que no sacude ni arde. No es el rap de protesta, de calle, de barrio. No hay furia, ni denuncia. Es una música envuelta en loops suaves, efectos digitales, pulsos anestésicos. Me invade una frustración absurda: ¿cómo pueden preferir esto? ¿Dónde está el rugido, el alma, la pelea?

Pero empiezo a entender.

Porque el rock, como lenguaje, pertenece a otra época. Es hijo del trauma de la postguerra, del desencanto del sistema, del grito juvenil frente al orden. Nació para romper, para rebelarse. Fue identidad, furia, contracultura. En los años 60 y 70, grupos como The Rolling Stones, Led Zeppelin o Black Sabbath canalizaban la angustia, la frustración, la necesidad de romper con lo heredado. En los 90, con Nirvana o Rage Against the Machine, el rock volvió a ser puño alzado, dolor existencial, resistencia ante la apatía del neoliberalismo triunfante.

Pero el tiempo ha cambiado. Hoy el dolor no es el mismo, o no se vive igual. El shock no despierta; abruma. El exceso de información, de pantallas, de crisis globales ha transformado la forma de sentir. Lo dice Susan Buck-Morss: vivimos una saturación sensorial que la mente ya no puede metabolizar, así que se protege. Walter Benjamin lo anticipó: la percepción moderna es fragmentada, distraída, defensiva. Ya no miramos el mundo: lo rozamos, lo evitamos, lo dejamos pasar.

 

Pero el tiempo ha cambiado. Hoy el dolor no es el mismo, o no se vive igual. El shock no despierta; abruma. 

 

Y eso se refleja en el arte y, como no, en la música. El rap electrónico que escuchan estos jóvenes no busca levantar barricadas, sino calmar el vértigo. No incendia: aísla. Es su manera —válida— de resistir al colapso. Grupos como Travis Scott, Post Malone o incluso algunos beats de C. Tangana no proponen una lucha directa, sino una disolución estética del conflicto: se vive, pero no se dice. Se baila, se flota, se digiere lentamente.

Y aquí entra también la cuestión feminista. Porque la música dominante —sea rock o reguetón— ha sido, en gran medida, vehículo de relatos patriarcales. El reguetón, por ejemplo, plantea una tensión evidente: a veces reproduce esquemas de cosificación, pero también ofrece espacios de reapropiación del cuerpo, del deseo, de lo femenino. Artistas como Villano Antillano, Nathy Peluso o Tokischa tensan ese terreno, lo exploran, lo dinamitan. No todo es anestesia; también hay pulsión, reapropiación, resistencia en clave distinta.

Así que sí. Hoy suena otro mundo. Ya no es el mío, quizá? o sí? pero no por eso es menos válido. Mientras levanto otra pesa, me digo que tal vez no comparto su sintonía, pero puedo escuchar lo que dice de su tiempo. Aunque me roben el aura rockera, ellos también están intentando sobrevivir. Y en eso —creo— nos parecemos más de lo que suena.

 

Grupos nombrados y algunas canciones:

 

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