Cuando el control se vuelve normal
Esta publicación es de esas que no salen de un libro ni de una clase, sino de una conversación entre amigos, sentados tranquilamente, con el ruido de la cafetera de fondo y las tazas sobre la mesa. Nadie estaba intentando dar lecciones a nadie, simplemente hablábamos, saltando de un tema a otro, hasta que en algún momento alguien dijo algo como “al final, tanta libertad tampoco sirve para mucho”, y ahí se hizo un pequeño silencio incómodo. De esos silencios que te obligan a pensar, no porque alguien tenga razón, sino porque intuyes que algo no va bien.
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| Fuente |
“Any fool can know. The point is to understand.” — Albert Einstein
(“Cualquier tonto puede saber algo. El punto es entenderlo.”)
Y es curioso cómo, en charlas así, aparece el miedo a que "ésto que llamamos libertad" deje de ser casi sin nombrarlo. No se habla de dictaduras ni de grandes conceptos, sino de control, de normas cada vez más estrictas, de decisiones tomadas “desde arriba” que supuestamente son por nuestro bien. Se habla de cámaras, de algoritmos, de leyes que limitan protestas, de opiniones que conviene no decir según dónde estés. Todo suena razonable cuando se dice en voz baja, entre sorbos de café, como si fuera simple sentido común. Y sin embargo, ahí está el peligro: cuando empezamos a aceptar que lo que tenemos se parezca cada vez más a una democracia de fachada.
Porque cuando falta una democracia real, no siempre nos someten con violencia directa, sino con rutina y cansancio. Nos somete la autocensura, el pensar dos veces antes de hablar, el medir cada palabra por miedo a la exposición pública o al linchamiento digital. Nos somete la sensación de que no vale la pena participar, de que protestar no sirve, de que las decisiones importantes ya están tomadas. Nos somete la idea de que es mejor adaptarse que incomodar, obedecer que cuestionar, callar que complicarse la vida.
Y lo más inquietante es todo lo que vamos normalizando. Normalizamos que se vigilen nuestros datos, que se controle lo que circula en redes, que se criminalice la protesta social o que se desacredite a quien piensa distinto tachándolo de radical, ingenuo o peligroso. Normalizamos que haya temas intocables, discursos únicos, verdades oficiales. Normalizamos vivir en alerta, asumir que siempre hay alguien observando, evaluando, clasificando. Poco a poco, la libertad deja de ser una experiencia cotidiana y se convierte en un concepto abstracto.
En estas conversaciones entre amigos también aparece una preocupación clara por la juventud. No porque no piense, sino porque ha crecido dentro de este clima y lo ha incorporado como algo normal. Para muchos jóvenes, que se limiten libertades no parece una pérdida, sino una condición del mundo actual. La precariedad, el miedo al futuro y la falta de expectativas hacen que el control se perciba como estabilidad y la autoridad como solución. Así, la pérdida de derechos deja de parecer algo grave y se vuelve aceptable, incluso deseable.
Entre amigos, sin discursos solemnes, se entiende mejor que el problema no es un golpe de Estado ni un dictador con nombre propio, sino esa deriva autoritaria suave, casi cómoda, que avanza sin hacer ruido. Todo se va estrechando poco a poco: lo que se puede decir, lo que se puede cuestionar, lo que se puede defender sin ser señalado. Y eso da miedo, porque significa que no hace falta imponer nada por la fuerza, basta con que nos acostumbremos.
Por eso estas charlas importan tanto. Porque en una mesa cualquiera, con café y confianza, se puede intuir que la democracia no es algo garantizado para siempre, sino un equilibrio frágil que puede vaciarse por dentro. Y porque quizá el mayor riesgo es que dejemos de notar cuándo algo que parecía una democracia deja de serlo de verdad, y aceptemos vivir controlados, limitados y vigilados como si fuera lo normal. A veces basta con que alguien, en mitad de la conversación, diga: “Ojo, esto no es normal”. Y tal vez ahí, en esas conversaciones informales, empiece la verdadera conciencia política.
Para pensar, normalizamos sin darnos cuenta:
Aceptamos que nuestras publicaciones y búsquedas sean vigiladas y analizadas, y que ciertos temas puedan desaparecer de redes sin que nadie lo explique.
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Medimos nuestras palabras en el trabajo, en clase o incluso con amigos, evitando expresar con educación lo que realmente pensamos para no meternos en problemas.
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Nos conformamos con controles, cámaras o restricciones “por seguridad”, sin cuestionar cuánto limitan nuestra libertad ni cómo podrían ser usados en nuestra contra.
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Muchos jóvenes no votan ni participan porque sienten que “no sirve para nada”, y así la exclusión política se vuelve rutina.
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Y también normalizamos cómo los medios, la publicidad, la música o el entretenimiento nos muestran solo lo que quieren que veamos, mientras trivializan injusticias, discriminación o derechos vulnerados.

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